
Imagínense a una pareja, manazas-macho y manazas-hembra, bastante torpes para los trabajos manuales (yo prefiero decir que es que somos una pareja intelectual de altura, que siempre es otra forma de reconocerlo, pero más elegante), enfrentarse a las cuatro paredes desnudas del salón con cierta desconfianza. De repente, hete aquí que el manazas-macho, demostrando que todas las teorías de la evolución no son más que un entretenimiento para crear cátedras en las universidades, siente la llamada del instinto innato del bricolaje, se acerca a los agujerillos de la pared y, para gran estupefacción de la manazas-hembra, que no siente ninguna llamada de nada, se pone a recubrilo todo con aquaplas y, por qué no decirlo, con cierto arte.
Enfurruñada porque el manazas-macho, al que desde ahora llamaremos el artista del aquaplas, la ha dejado sola en la incultura de los trabajos manuales, la manazas-hembra se sienta en la precariedad de ese salón lleno de parches de aquaplas, se asoma al ciberespacio, y grita: ¡socorro!

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