Es decir, no dediqué ni un minuto a reflexionar que, por mucha ciudad que sea esto, la nieve es nieve en todas partes, con el inconveniente añadido de que cubrir toda Nueva York de sal es imposible, y por tanto, no ponen en ningún sitio, para evitar susceptibilidades. Con una linda capa de hielo de casi tres centímetros que lo cubría todo, a los cien metros de casa ya había estado a punto de partirme la crisma unas cinco veces. Por un momento pensé en volver a casa y cambiar los tacones por unas botas de combate verdes, o algo más adecuado, pero llegaba tarde (ah, las prisas) y, después de todo, las personas con las que me cruzaba también iban más o menos bregando con su propio sentido de la verticalidad, así que decidí sentirme parte de la comunidad y seguir participando en esa bonita experiencia.
Prisas para todo en esta ciudad: Mientras cenábamos, la temperatura subió el par de grados necesario para que la nieve se convirtiera en lluvia, de modo que, a la mañana siguiente, no quedaba ni rastro de nada. Vamos, que podría haber pensado que lo había soñado si no hubiera quedado constancia gráfica.
¿Continuará?
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