jueves, febrero 14, 2008

Vida en la gran manzana


El otro día cayó la primera nevada desde que estamos aquí. Como en esta ciudad todo se hace de prisa, lo de nevar no iba a ser menos. Empezó a mediodía, y por la noche ya era todo blanco. "Qué bonito", pensé yo mirándolo desde la ventana. Y acto seguido, como una perfecta cateta recién llegada del pueblo, me puse unas botas de tacón y salí a la calle a cenar, tan guapamente.




Es decir, no dediqué ni un minuto a reflexionar que, por mucha ciudad que sea esto, la nieve es nieve en todas partes, con el inconveniente añadido de que cubrir toda Nueva York de sal es imposible, y por tanto, no ponen en ningún sitio, para evitar susceptibilidades. Con una linda capa de hielo de casi tres centímetros que lo cubría todo, a los cien metros de casa ya había estado a punto de partirme la crisma unas cinco veces. Por un momento pensé en volver a casa y cambiar los tacones por unas botas de combate verdes, o algo más adecuado, pero llegaba tarde (ah, las prisas) y, después de todo, las personas con las que me cruzaba también iban más o menos bregando con su propio sentido de la verticalidad, así que decidí sentirme parte de la comunidad y seguir participando en esa bonita experiencia.



Prisas para todo en esta ciudad: Mientras cenábamos, la temperatura subió el par de grados necesario para que la nieve se convirtiera en lluvia, de modo que, a la mañana siguiente, no quedaba ni rastro de nada. Vamos, que podría haber pensado que lo había soñado si no hubiera quedado constancia gráfica.



¿Continuará?

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